El mal de la prisa se apodera de las ciudades, pero los urbanitas no nos damos cuenta hasta que salimos a un pueblo, por ahí perdido, en donde no te atienden a la primera. Tú quieres un café, te apoyas en la barra mientras el camarero, sin levantar la mirada, sigue a lo suyo. Carraspeas y con la excusa de coger el periódico te acercas a él, pero lo único que consigues es decepcionarte de nuevo: la prensa es de ayer. Sigue “pasando” de ti. Le miras fijamente. Te mosqueas. Solo te falta escarbar con el pie en el suelo, como un Vitorino antes de embestir contra el burladero de la barra. Capotazos por aquí y por allí, mas que en un día de feria en Las Ventas.
Si te ha ocurrido, sabes de lo que te hablo: es el mal de la ciudad, el “lo quiero para ayer”; la enfermedad del urbanita, un virus del que cuesta desintoxicarse. Volvamos al bar. No es que el buen hombre no te hiciera caso, es que allí ese virus no existe. Uno empieza algo y lo acaba. El mundo rueda y sigue su curso, te quedes tú o no sin tomar café. Te has sentido ignorado solo porque no te preguntó qué deseabas según entrabas por la puerta. Nada, tranquilo. No tiene nada contra ti ni contra tu manera de ver la vida. Pero si le dejas te lo explica:
-Usted ha sido víctima de algún “cagaprisas”.
-¿Eh? ¿Cómo dice? -respondes perplejo-.
-Sí, hombre -vuelve a la carga y repite esta vez con tono más fuerte-, un “ca(r)gaprisas”, alguien que le ha engañado y le ha hecho creer que usted es la excepción a toda una humanidad que ha sobrevivido sin móvil hasta el siglo XX… y sin prisas -añade después.
-Yo solo quería un café -susurras.
-Ahí está la clave -responde-. Usted quería un café, ¿y lo que yo quiero qué?
-Hombre -le cortas-, pero usted está aquí para servirme. Yo soy el cliente y usted el camarero, el que me atiende.
-Faltaría más, pero antes que camarero yo, y usted cliente, somos personas. ¿Acaso no le he dado los buenos días cuando ha entrado por la puerta?
-Sí.
-¿Entonces? Espere su turno, hombre. Espere, que no se va a quedar sin atender. ¿O quién le va a poner el café? Pues, yo. ¿Qué pasa, que tiene mucha prisa?
-Pues, la verdad es que no. Estoy de vacaciones.
-Lo sabía. Si es que… el mundo está acelerado.
Nos cuesta esperar. Lo queremos todo “a pedir de boca”, aquí y ahora, sin que nada ni nadie se interponga en nuestro camino; y si lo logramos sin esfuerzo, mejor, roza ya la perfección. El colmo es no querer ni hablar, se sueña con que te lean el pensamiento, así no hay ni que pedir.
Yo soy más de esperar (el turno) cuando pido (la ayuda). Cada vez me gusta menos ese afán por lo inmediato. Este término viene del latín immediatus, y está formado por el prefijo “im” -que significa “sin»- y el término “medius” -que significa «lo que está en el medio». En conjunto, podría traducirse por “sin nada en medio”, “sin intermediario”, sin nada ni nadie que medie o intervenga. La inmediatez promueve el individualismo: los intereses de la persona por encima de los de la colectividad. Esto está de moda: es la filosofía del “¿qué deseas, qué quieres, qué te apetece? No importa si tus padres, tu cónyuge, tus profesores, tus compañeros o tus amigos están de acuerdo o no; lo importante es que nadie se te ponga por medio”. Para éstos, la vida es frenesí, se pasa inmediatamente.
Sin embargo, hay otro modelo, el de la autonomía. Nos da la capacidad de establecer reglas y normas de conducta para relacionarnos con los demás sin quitárnoslos de un plumazo. Por eso, no somos cien por cien autónomos desde que nacemos. Vamos creciendo y aprendiendo de la mano de nuestros padres, profesores y compañeros hasta el momento en que nos manejamos mejor, entonces, nos soltamos no para no depender de nadie sino para tender la mano que nos queda libre, porque con la otra otra seguimos avanzando, trabajando y aprendiendo.
El mal de la prisa acelera la vida y la transforma en un objeto, en una mercancía barata con la que negociar; industrializa a la persona, la etiqueta y “la ama” mientras tenga garantía. El urbanita huye del compromiso y de la fidelidad porque va siempre en busca del chollo perdido.
El mal de la prisa se propaga por el sistema educativo a través de las estadísticas manipuladas. Los aprobados se pueden comprar, incluso la información, pero el deseo de aprender no, y el conocimiento tampoco. Estudiar todos los días cuesta, enseñar bien partiendo de la diversidad y necesidades del alumnado también cuesta, pero los temarios no se reducen porque los protagonistas no son ni el profesor ni el alumno sino un currículo que forma en competencias para competir. El urbanita no lee porque hay que parar, sentarse y pensar. El urbanita no deja de correr sin saber hacia dónde va, hasta que sale de la ciudad, llega a una aldea remota y pide un café.